(Si no la conoce, probablemente le interesará leer antes la página principal).
Fragmento de la novela denominada «Viaje al verano». En este libro, que trata sobre una noche de San Juan, la mayor parte de los personajes son humanos, pero aquí, de momento, traemos el diálogo de unas hormigas.
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LAS HORMIGAS VAN A LAS CARRERAS
Martiga, en cambio, sí fue a las carreras. Se colocó al final de una de las innumerables filas y esperó su turno; luego todo era cuestión de seguir al de delante. Aquella tarde -la cosa estaba cada vez más clara- estuvo de suerte: de repente se encontró a Gonziga, un viejo conocido de cuando trabajaba en las colonias.
-Pero, hombre, quién lo iba a decir… ¿Qué hace usted por aquí?
-Pues ya lo ve, querido Martiga…, aquí estamos. Qué, ¿qué tal por ese Ministerio?
-Bien, bien, muchas gracias. Y usted, ¿qué me cuenta?
-Nada, nada…
Gonziga le miró de soslayo y bajó la voz.
-Bueno, no se lo diga usted a nadie, pero hoy estoy aquí en misión especial.
Martiga se sintió vivamente interesado.
-¿Qué me dice? Cuénteme, ande, cuénteme…
Gonziga miró a su alrededor, pero aparentemente nadie les hacía caso.
-Pues ya ve usted lo que son las cosas… ¿Ha oído hablar de la permetrina?
Martiga tuvo que reconocer que nunca había oído nada de aquel asunto. Gonziga bajó aún más la voz cuando dijo,
-¿Y del extracto de pelitre?
Martiga miraba ávidamente a su antiguo compañero. Gonziga, realmente, parecía desilusionado.
-Entonces…, ¿tampoco sabe usted nada del propoxur…? ¿Ni del ciflutrín?
-No, lo siento mucho. No sé de qué me está usted hablando.
-Amigo mío…, ¡estamos indefensos! La Reina…, ¿sabe usted?, la Reina ha dado orden de clausurar el depósito de caretas antigás. No quiere que las use el ejército…, ni que las usen los ciudadanos.
-¡Pero, cómo…! -acertó a decir Martiga, que no hilaba una a derechas.
Gonziga bajó la voz del todo y miró a su alrededor.
-¡Un complot…! Se lo digo yo, esto es un complot.
Martiga no se lo podía creer.
-Así que usted… -empezó.
-Exacto -le interrumpió Gonziga-, exacto… Pero no levante la voz… He sido enviado… -e hizo una pausa significativa-, no puedo decir por quién…, a los campos de trabajo a estudiar…, ejem…, este asunto.
Martiga, de repente, ya no estaba tan contento de haber ido aquella tarde a las carreras. Miró a su alrededor buscando una salida. Lo malo era que no se podía cambiar de fila sin llamar la atención de los policías que las controlaban. Sí, la cosa estaba difícil…
-Pero… ¿por qué? -acertó a decir.
-Ya se lo he dicho… ¡Es un complot! La Reina, esa insaciable…, se ha conchabado con los fabricantes de venenos… Sí, amigo mío, sí… Y usted dirá, ¿a cambio de qué?
Martiga, cada vez más asombrado, le miraba.
-Pues bien, yo se lo diré: a cambio de que no la toquen a ella ni a su familia de zánganos. A cambio de ello ha ofrecido en prenda todo su imperio, todos sus hijos… ¡Claro, como puede tener otros dieciséis mil millones pasado mañana!
Martiga no se podía creer una cosa así.
-No puede ser, hombre, usted exagera.
Gonziga se hormigó.
-¿Que exagero…? Mire usted, hormiga crédula, mire lo que llevo aquí.
Gonziga, con toda la prosopopeya de que fue capaz, abrió sus falsas alas y extrajo un aparato negro tachonado de teclas de colores.
Martiga retrocedió.
-¡El transmisor…! -acertó a decir.
-Exacto, amigo mío, el transmisor… ¿Me cree ahora?
A Martiga ya no le quedaba más remedio que creerle. Conocía el transmisor de oídas, como lo conocían todos, y hasta recordaba haberlo entrevisto vagamente en un programa de variedades, pero encontrárselo allí, a aquellas tempranas horas… En fin, aquello ya era distinto, aunque, por otra parte -pensó-, ¿quién le aseguraba que no era una mala imitación, un transmisor de pega? Martiga, de repente, se descubrió muy suspicaz.
-¿Me deja ver… el aparatito?
Gonziga se lo alargó.
-Cuidado -le dijo-, no vaya a apretar alguna de las teclas… Sobre todo, ¡no vaya a apretar la amarilla!
Martiga, con él en la mano, no sabía qué hacer. Desde luego, pesaba, lo que ya era indicio de algo, y la tecla amarilla, efectivamente, se destacaba de las demás, tanto por el color como por el tamaño. ¿Para qué serviría…?
Martiga, de pronto, se sintió ridículo. ¿Qué sabía él de transmisores? Se lo devolvió, y al hacerlo, por un momento, tuvo un sobresalto.
-Y…, ¿usted cree que habrá algún peligro?
Gonziga, a quien en su fuero interno le iba el papel de protector una cosa mala, esbozó cierta sonrisa de circunstancias antes de continuar caminando.
-¿Peligro…? En este mundo en que vivimos, peligro hay siempre, ¿no le parece a usted? Las inundaciones, las mantis, los propulsores… ¡En fin, para qué le voy a contar!
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(El «Viaje al verano» tiene 240 páginas, y próximamente añadiremos otro trozo. Éste, dedicado a contar cómo los piratas de las gafas de sol llegaron de noche a un bar oscuro y antiguo, un bar casi vacío en la orilla del mar, y se tomaron unas cañas).
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